se da en actos preconcebidos, en cohecho, al recibir beneficios no establecidos en nuestras funciones por hacer nuestro trabajo, pero también es corrupción la incompetencia, la ineficiencia, la omisión de funciones, la pereza, el dejar pasar, tomar artículos de nuestra oficina, escuela, simular trabajo, plagiar, copiar, mentir, ocultar información, burocratizar trámites, no estar capacitados para nuestro trabajo y mucho más. Como se observa, la corrupción va más allá de la mordida de tránsito o de políticos corruptos. Ahora es más transparente comprender que la corrupción está presente en el día a día y que la corrupción somos todos, pues todos en algún momento hemos cometido actos de corrupción, es decir, hemos actuado contrario a la cultura de la legalidad. (Taméz, 2017).
La lucha diaria y heroica de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional merece nuestro reconocimiento, sin embargo, no resulta suficiente si lo que pretendemos es atender el origen del problema que nos ha llevado a la situación lamentable en la que nos encontramos en la actualidad, me refiero a la corrupción. Para esto último, requerimos trabajar paralelamente, de manera mancomunada, permanente y a todo nivel, en educación. Con especial énfasis en educación en cultura de la legalidad. Se trata de un remedio neurálgico para prevenir y combatir la “metástasis” de corrupción privada como pública -en ese orden- que vive el Ecuador.
La corrupción se propaga con facilidad en sistemas con democracias débiles, carentes de institucionalidad, de valores, de cívica, de ética, de deberes de cumplimiento voluntario de las reglas (jurídicas y de convivencia social), de ciudadanía, donde hay sensación de impunidad, donde resalta la desconfianza en el sistema y en el prójimo.
No es una coincidencia que los países con altos índices de percepción de corrupción sean los más propensos a sufrir los embates del crimen organizado y del narcotráfico. El Ecuador, conforme al Índice de Percepción de la Corrupción publicado por Transparencia Internacional hace pocos días, relacionado al año 2023, alcanza una calificación de 34 /100 puntos, siendo 0 muy corrupto y 100 muy baja corrupción. Puntuación que nos ubica en la posición 115 de los 180 países considerados en la medición a partir de sus niveles de percepción de corrupción en el sector público. La situación se ha agravado si comparamos estas cifras con aquellas concernientes al año 2022, en ese entonces Ecuador alcanzaba una puntuación de 36/100 y se ubicaba en la posición 101. Seguramente las cifras serían más críticas si el índice contemplara como parámetro de medición la percepción de corrupción en el sector privado.
Un escenario similar se evidencia en diversos países de América Latina, donde precisamente se ha trabajado y focalizado la implementación de la cultura de la legalidad, también conocida, para evitar desviar este análisis en cuestionamientos de tipo ius teórico, como cultura de lealtad institucional, cultura ciudadana o cultura constitucional.
La corrupción, lejos de lo que se piensa, no se ciñe a lo “público”, todo lo contrario, surge desde lo “privado” y termina por trascender a la esfera pública. Es por ello que resulta necesario trabajar en aquél habitus, empleando la terminología del sociólogo Pierre Bourdieu, concerniente a la vida privada de las personas. Con mayor razón si se trata de un mal que al traspolarse a lo público amenaza con generar efectos lacerantes en el sistema, en la institucionalidad, en el Estado de Derecho y en la sociedad en su conjunto. Esto último porque más allá de los impactos en la institucionalidad, su principal y más pernicioso efecto es el quebrantamiento del ánimo de la ciudadanía, especialmente de la juventud. No solamente propicia desconfianza en el Estado, sino también en el prójimo, aspecto que debería alarmarnos, pues se ha configurado una cultura individualista.
Todo esto termina por establecer en la sociedad sentimientos de defraudación, de abatimiento, de fatalismo institucional, los que han llevado a posicionar entre la sociedad el discurso convincente de: “Estado y/o derecho fallido”. Este discurso, que ciertamente cuenta con elementos de sustento, principalmente en las omisiones estatales históricas en este y otros campos, parte de la falsa premisa de que la responsabilidad en la prevención y lucha contra la corrupción le corresponde exclusivamente al Estado. Esto deja de lado que la sociedad en su conjunto, familia, academia, empresa, medios de comunicación, entre otros actores, también desempeñan un rol, seguramente el más determinante en la lucha contra la corrupción. Por otra parte, esta posición fatalista, lejos de aportar, invisibiliza todas las acciones o estrategias estatales positivas tendientes a luchar contra la corrupción, que ciertamente existen.
Siendo así, el discurso de “Estado y/o derecho fallido”, más allá de ser comprensible, trae consigo, entre otros aspectos, la erosión del Estado de Derecho, el menosprecio por nuestro derecho, por nuestras instituciones, por nuestras autoridades. Y me refiero a “nuestro”, porque usualmente asumimos a priori que en “otros” países o sistemas la realidad es diferente. Lo cierto es que la corrupción es una enfermedad transnacional, evidenciable en mayor o menor grado en todos los países del mundo. Lo importante será evaluar, a partir de un ejercicio comparativo responsable, cuáles han sido las acciones que se han tomado en otros contextos para tratar este mal. Es por ello que una posición antipatriótica, sintomática, justificada en percepciones o incluso experiencias personales, que aboga por la perfección y ejemplo de “otros países”, en desmedro del nuestro, no solo que carece de sustento, sino que resulta inútil para enfrentar esta enfermedad y construir cultura ciudadana.
En lugar de propiciar mayor desgaste, lo que requerimos es fortalecer los valores que componen nuestro contrato social y en caso que se asuma su inexistencia producto de los embates de la corrupción, del crimen organizado, del narcotráfico, qué mejor escenario para reconstruirlo y suscribir uno nuevo. Caso contrario, el posicionamiento de este discurso no hará mas que traducirse en un triunfo para aquellas organizaciones delictivas, criminales o grupos irregulares que buscan asumir el control del Estado. Es por esto que nuestra actitud debe ser otra, dejar de lado el fatalismo, el despecho y luchar de manera mancomunada, pese a la gravedad de la situación, en el tratamiento de este mal que destruye la confianza, los valores, el civismo y consecuentemente a la sociedad.
La corrupción, como mencioné, ha configurado una cultura individualista, caracterizada por el menosprecio al respeto de los derechos de los demás, que relieva la importancia de los derechos subjetivos, pero no de las obligaciones que asumimos como ciudadanos. Es por esto que la corrupción debe ser asumida como lo que es, un mal endémico, un problema cultural que, dada su naturaleza, debe ser tratado con remedios del mismo tipo. Karla Lara, profesora mexicana vinculada al proyecto de cultura de la legalidad, a propósito de la situación que enfrenta México, se refiere a la corrupción como “una enfermedad cultural tan grave como la falta de lectura entre la población o la poca participación democrática, tan terrible como la obesidad o el aumento en el consumo de drogas”. En sentido similar, Óscar Taméz, otro de los académicos mexicanos que forma parte de este proyecto, sostiene que la corrupción ha alcanzado tales niveles que “ha pasado a formar parte del ADN generacional”.
Frente a este crítico estado de la cuestión, la cultura de la legalidad surge, como bien señala Lara, como “el antónimo de la corrupción, es más que una moda, representa la necesidad de modificar acciones, costumbres, formas de vida”. En términos de Isabel Wences y José María Sauca, participantes y promotores de la cultura de la legalidad, se trata de un “proyecto y movimiento” que cruza diversos países del mundo, entre ellos, con mucha fuerza, varios de América Latina que han atravesado y/o atraviesan problemas similares a los que actualmente enfrenta el Ecuador, es el caso, por ejemplo, de México, Colombia, Perú, Guatemala, entre otros. Debo precisar en este punto que el Ecuador no ha sido ajeno a la discusión en torno a la cultura de la legalidad, varios académicos nacionales han participado de este proyecto-movimiento en el pasado, pero no a partir de las circunstancias particulares e inéditas que atraviesa el país en la actualidad. En tal sentido, retomar y profundizar en esta discusión será sustancial para construir una cultura de la legalidad para el Ecuador.
A propósito de lo dicho, Diego López Medina, renombrado profesor colombiano, sostiene que las razones para la localización del proyecto en América Latina son múltiples: “estos países han padecido fenómenos muy graves de delincuencia organizada generalmente relacionados con el narcotráfico; los niveles de informalidad económica, social y política fragilizan severamente la eficacia de las reglas jurídicas; se ha llegado a hablar de la generación de muy extendidos espacios de “narco-cultura” en los que se desafían las normas y valores oficialmente aceptados por el Estado y los segmentos de la sociedad que le permanecen leales; se sospecha, incluso, que el Estado haya sido capturado por estos proyectos hasta el punto de que su derecho se haya convertido en una fachada para el rentismo y la explotación que benefician a ciertos grupos sin sensibilidad aparente para la construcción de lo público”.
Esta cultura de la legalidad engloba, por tanto, diversas dimensiones, éticas, políticas, sociales, jurídicas y administrativas. Se traduce así en una herramienta preventiva, lo que no resta su utilidad para luchar contra la corrupción enquistada, que busca abarcar las dos dimensiones de la corrupción, tanto la privada como la pública. Es por ello que entre sus objetivos principales está el fortalecimiento democrático a través de la promoción e interiorización de razones y valores morales, pero no solo en la ciudadanía, también en el poder. En este último caso, serán presupuestos sustanciales a cumplir por parte de toda autoridad, no solo para asumir una función y administrar, sino principalmente para exigir obediencia.
Tal como lo sostienen Wences y Sauca, la cultura de la legalidad apuesta por “un impulso ético que genere confianza política y prácticas basadas en principios de integridad, transparencia, responsabilidad, rendición de cuentas, todo en el marco de la buena gobernanza y buen gobierno, de la ética del servicio. Pretende reforzar hábitos y generar convicciones. El cumplimiento voluntario de las reglas por parte de los ciudadanos, no por miedo a la sanción, no por la consecuencia, sino por un deber de igualdad y convivencia. Por oposición a ciudadanos que no cumplen con las normas básicas de convivencia o lo hacen exclusivamente por miedo a ser detectados y sancionados, la cultura de la legalidad es un movimiento social que busca que los ciudadanos logren interiorizar estos patrones normativos de convivencia. Esto reduciría los niveles de incumplimiento social, que devienen en actos de corrupción y los costos estatales de vigilancia”.
Debemos asumir que detrás de las normas hay valores socialmente compartidos, si se violentan o desobedecen, se genera un impacto letal para la democracia y para la sociedad en su conjunto. Se trata, por lo tanto, de un movimiento que impulsa un comportamiento cívico sustentado en la cohesión social generada por los principios y los valores establecidos, por ejemplo, en una Constitución, norma que, al menos desde el punto de vista formal e independientemente de interpretaciones de tipo político, se constituye en el eje, en la raíz del sistema. Esta norma, en la medida en que es producto del consenso social y cuya propiedad pertenece al pueblo, debe ser respetada más allá de que coincidamos o no con su contenido.
Debo precisar que esta posición no aboga por la inmutabilidad de la Constitución en el tiempo, tampoco pretende que las personas deban someterse a ella con carácter indefinido, todo lo contrario, estoy convencido que la Constitución debe seguir a la sociedad de turno. Esto implica que, en caso que se justifique, la norma fundamental deberá ser reformada o incluso sustituida. No obstante, mientras eso no suceda, la norma constitucional vigente debe ser respetada y acatada. Esta es la manera como se construye una cultura constitucional en la sociedad.
Esta actitud debería replicarse con el resto de normas que integran el ordenamiento jurídico, independientemente de su rango, pero también y fundamentalmente respecto a aquellas relacionadas al comportamiento individual dentro de una comunidad social. Es por esto que la cultura de la legalidad no promueve la promulgación de más normas, sean estas jurídicas o de otra índole, se enfoca en su eficacia, en su debido cumplimiento. Seguramente esto explica el porqué la corrupción, la lucha contra el crimen organizado y el combate a otros graves problemas que enfrenta la sociedad, no se han solventado con la -mera- emisión de reglas jurídicas, sean estas constitucionales, legislativas, jurisprudenciales o de otro rango jurídico (fetichismo normativo). Lo fundamental, más allá de enfocarnos exclusivamente en modificaciones permanentes al sistema de reglas jurídicas, será construir o reconstruir la cultura ciudadana de respeto a la normatividad existente, interiorizar valores y alcanzar niveles de cumplimiento voluntario de las reglas, pero no sólo jurídicas, sino incluso las más mínimas de convivencia social. Debemos increpar y cuestionar pacíficamente a quienes transgreden estas reglas, no aplaudirlos, admirarlos o idolatrarlos.
En definitiva, debemos hacer conciencia de los efectos nocivos que genera la “viveza criolla”, como saltarse la fila, irrespetar las normas de tránsito, copiar, mentir, hacer uso de parqueaderos asignados para personas con discapacidad, mujeres embarazadas, entre otros. Tal como lo sostiene Antanas Mockus, uno de los principales promotores de la cultura de la legalidad, las “vivezas criollas generan la ineficiencia del sistema, provocan conflicto social, asignación de presupuesto estatal para la vigilancia. Lo más grave es que este tipo de acciones siempre encuentran justificaciones, como: “la angustia del momento”, “voy muy tarde”, “me atraso a clases o al trabajo”, “la multa es muy alta”, “pero el semáforo solo estaba en amarillo”, “el policía solo se fijó en mí”, “nadie venía por la vía”, entre otras”.
De esta forma se configura la corrupción, desde actos cotidianos que parecen intrascendentes, que ocurren con mucha frecuencia en el ámbito privado y que terminan por trascender al ámbito público. Es asì como se explica la aseveración de Taméz: “la corrupción es un gen que se transmite por generaciones”. Esto implica, en consecuencia, la necesidad de combatirla desde todas las esferas, tratar aquél habitus privado que tiene incidencias directas en lo que ocurre en el sistema. Una forma de hacerlo es evidenciar, de manera focalizada en el área de aprendizaje que corresponda, la relevancia de la cultura de la legalidad, de la cìvica, de la ética, tanto en el comportamiento diario como en la toma de decisiones. Para alcanzar un cambio sustancial, profundo, la cultura de la legalidad debe ser parte de la formación educativa de niños y jóvenes, sin descuidar que la educación superior, independientemente del área de conocimiento, tiene la obligación de reforzar estos valores. Se trata, en definitiva, de propiciar un efecto multiplicador en la sociedad a través de la educación.
Usualmente esperamos que sea el Estado quien atienda este mal, pues ciertamente es uno de sus deberes constitucionales, pero debemos asumir que todos debemos emprender esta batalla diariamente, desde cada uno de nuestros ámbitos, desde cada uno de nuestros actos u omisiones, desde el ejemplo a los demás, a nuestros hijos, a nuestros familiares y amigos, será la única manera de frenar la propagación de la corrupción.
Frente a la crisis que vive el Ecuador, lo que menos debe suceder es que perdamos la esperanza. La educación en cultura de la legalidad/ciudadana, se constituye en nuestra arma-escudo más poderosa para luchar contra este mal endémico. Desde el Estado, la familia, las escuelas, colegios, universidades, medios de comunicación, cámaras (cito el ejemplo emulable de la campaña “honestidad criolla” liderada por la Cámara de Comercio de Quito), sector privado, tenemos todos la responsabilidad ciudadana de trabajar mancomunadamente. Seguramente muchos señalarán que se trata de un remedio a largo plazo y en consecuencia le restarán importancia. La respuesta frente a ese tipo de cuestionamientos y posiciones es SI, porque un problema tan complejo, de tipo cultural, histórico, generacional, no se trata con placebos. Sino tomamos la decisión firme de iniciar con el análisis, difusión y empoderamiento ciudadano de la cultura de la legalidad/ciudadana, nada cambiará en la sociedad.
Por estos motivos resulta elogiable el anuncio de la Ministra de Gobierno, Mónica Palencia, quien ha señalado que, desde los Ministerios de Gobierno, de Cultura y Educación, se trabajará en la construcción-recuperación de la cultura de la legalidad. Esperemos que esta iniciativa se pueda plasmar, en el corto plazo, en una política pública, la que deberá cubrir todo el sistema educativo, con especial énfasis en los sectores más necesitados, donde no necesariamente existe una familia a quien recurrir. Para este cometido, el trabajo de los gobiernos locales, tanto en la réplica como en la inserción de campañas de cultura de la legalidad que respondan a las necesidades de sus habitantes, será medular.
Todos estos esfuerzos serán sustanciales, no solo para prevenir y luchar contra la corrupción y el crimen organizado, sino fundamentalmente para la reconstrucción de cultura cívica y ciudadana tan venida a menos en nuestro país. En medio de circunstancias tan adversas como las que vive el Ecuador, la cultura de la legalidad se convierte en una herramienta necesaria para recuperar la confianza ciudadana y reivindicar el amor por el país.
Director de la Escuela de Posgrados en Derecho UEES.
Doctor en Derecho, PhD, Magister en Derecho mención Derecho Constitucional. Diploma Superior en Derecho con mención en Derecho Constitucional. En su trayectoria destacan cargos de asesoría técnica- constitucional en entidades públicas y privadas. Entre ellas el ex Tribunal Constitucional y Corte Constitucional del Ecuador. Profesor investigador en diversas universidades internacionales. Distinguished Senior Research Fellow at the Constitutional Studies Program, University of Texas at Austin. Miembro fundador y del Comité Ejecutivo de ICON-S, capitulo Ecuador. Board Member de BeLatin, Iniciativa de University of California, Berkeley, para América Latina. Codirector de la Serie Pensamiento Jurídico y Teoría Constitucional. Editorial Derecho Global – México.
Autor de libros y artículos en revistas indexadas nacionales e internacionales. Sus líneas de investigación se concentran en derecho constitucional, derecho procesal constitucional, derecho comparado, teoría del derecho y trasplantes jurídicos. Árbitro del Centro de Arbitraje y Mediación UEES. Actualmente director y profesor tiempo completo de la Escuela de Postgrado en Derecho UEES.
La Universidad Espíritu Santo (UEES), inicia sus actividades académicas en el año 1994 como institución privada, autofinanciada y sin fines de lucro. Su espíritu de compromiso y constante innovación están presentes en la calidad del servicio que ofrece a su comunidad.
Excelente iniciativa llevar este concepto de la cultura de la legalidad.
Espero estar el viernes 8 de marzo en la convocatoria a la sociedad para escuchar la propuesta.
Felicitaciones!
Excelente doctor y que importante su aporte para cambiar nuestra sociedad. Este trabajo nos invita a reflexionar casa adentro.
Excelente iniciativa, sin duda el cambio que anhelamos ver en nuestra sociedad empieza por cada una de nuestras pequeñas acciones honestas. El Ecuador atraviesa por un momento en el que romper las reglas es la nueva normalidad, he ahí la importancia de fortalecer, apoyar y replicar iniciativas como esta para rescatar la ética y los valores en la sociedad
Felicitaciones por liderar el mejor proyecto país. Todos estamos obligados en participar, frente a esta terrible pandemia