Las nuevas tecnologías y la inmediatez de las comunicaciones han hecho que el volumen de información al que tenemos acceso crezca —y sigue creciendo— exponencialmente. Contamos con las herramientas necesarias para enterarnos al instante de lo que sucede en cualquier parte del mundo. Las redes sociales, como Twitter y Facebook, han ido desplazando de a poco a la hegemonía que otrora tuvieran los medios tradicionales, como la televisión, la radio y los periódicos. Desde luego, convergen aquí también los sitios web, para los cuales las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea son una catapulta para esparcir noticias, a veces de forma virulenta.
Sin embargo, con ingentes cantidades de información, discriminar lo real de lo falso podría no ser tarea fácil. Estamos, de hecho, en la era de la posverdad —neologismo acuñado a partir del término inglés post-truth politics—, vocablo utilizado para referirse a la distorsión deliberada de la información con el propósito de incidir en la opinión pública. Desde luego, taxonómicamente hablando, el bulo podría verse como un hipónimo de «posverdad», pues hace referencia a las noticias falsas que tienen el objetivo de perjudicar a alguien; lo cierto es que ambos términos se derivan de un gran hiperónimo: «noticias falsas».
Pero ¿estamos ante algo verdaderamente nuevo? Si bien «posverdad» es un término nuevo, el bulo no lo es; y lo cierto es que la posverdad, como acto, tampoco es un invento contemporáneo. En realidad, ambas prácticas evocan atavismos cuyo origen sería imposible de descifrar, puesto que la mentira y el engaño existen desde que el ser humano adquirió consciencia como tal. Por eso, tanto el bulo como la posverdad son formas de engaño revitalizadas y potenciadas por el modernismo en que vivimos y la vertiginosidad de la información.
Desde un punto de vista diacrónico, ambos recursos han servido como estratagemas tanto políticas como de otras índoles y, al hacer algunas analogías, es imposible no observar la inmutabilidad de ciertos rasgos. Por ejemplo, antes del auge de la radio, la imprenta era la principal responsable de la masificación de la información. En aquel entonces, el bulo y la posverdad —no existente aún a nivel léxico, pero sí de facto— se inmiscuían en forma de octavillas, libelos, panfletos y pasquines plagados de filípicas, invectivas y anatemas que se colgaban por fuera de los escaparates de las principales avenidas y en los quioscos apostados sobre las aceras, y también se repartían de forma clandestina entre los miembros de facciones políticas censuradas.
Como muestra de lo anterior, en el ocaso de la Rusia zarista —y después de la abdicación forzada de Nicolás II—, la propaganda antibelicista que pregonaban los bolcheviques llegó incluso a repartirse en el frente militar para incitar la sublevación de las tropas. Y lo que se distribuía en esas propagandas no era más que un cúmulo de apologías al socialismo e invectivas repetitivas en contra de la monarquía, de la guerra, de la burguesía y del capitalismo. Exhortaban a que los soldados y la población se decantaran por el socialismo utópico, existente solo en las mentes de Robespierre, Fourier, Marx, Engels, entre otros. Se presentaban los bolcheviques como defensores del proletariado, de la libertad, de la paz, de la justicia y de la igualdad de clases.
Pero una vez que asumieron como gobierno de facto, la farsa fue más que evidente, ya que coartaron todas las libertades, vejaron al proletariado, reemplazaron una autocracia por otra, sustituyeron los ucases zaristas por ucases bolcheviques, instigaron pogromos contra minorías étnicas y «enemigos» políticos, desataron una guerra civil atroz y acentuaron aún más las diferencias de clases entre la nueva burocracia gobernante, el proletariado y el campesinado. Sus argumentos no resultaron ser más que sofismas; predicaban el ascetismo, pero jamás lo practicaron. Así, el engaño sistemático contribuyó a que este grupúsculo de agitadores revolucionarios, que eran una minoría política —incluso entre los partidos de izquierda—, sometieran a la nación más poblada de Europa.
Luego, en los años treinta, Joseph Goebbels, ministro de Propaganda nazi, decía que había que decirle al pueblo que los males que aquejaban a su nación eran culpa de los enemigos de Alemania, y que había que hacer que todos lo repitieran. ¿Es esto un símil de lo que sucede en la actualidad? Sí, pero con matices y medios distintos que hacen que la masiva difusión del bulo y la posverdad representen una verdadera amenaza contra la democracia, los derechos y las libertades. Como ejemplo reciente de esto, están las declaraciones de Miguel Díaz-Canel, presidente de facto de Cuba, quien, a propósito de las protestas masivas suscitadas en la isla el 11 de julio, manifestó que «hay un grupo de gente contrarrevolucionaria, mercenaria, pagada por el gobierno de los Estados Unidos […] para armar este tipo de manifestaciones».
Es claro que la repetición masiva del bulo contra los enemigos del pueblo —la mayoría de las veces, imaginarios— sigue vigente, es sistemática, cansina y suele ser parte de la agenda de comunicación de gobiernos autoritarios, dictatoriales y tiránicos. Pero, desde luego, el bulo y la posverdad no son exclusivos de unos pocos gobiernos y partidos políticos radicales, sino que son recursos de los que se valen incontables actores políticos para desgastar o desprestigiar la imagen de sus «enemigos». Esto se ha evidenciado e intensificado en los últimos procesos electorales, pues, tanto en debates como en campañas políticas, los candidatos parecían centrar más sus esfuerzos en atacar a sus contendientes que en ofrecer soluciones para los problemas del país.
Desde luego, las redes sociales y la mensajería instantánea tienen un papel protagónico; el engaño soslayó las limitaciones de los medios tradicionales. El bulo y la posverdad son ahora ubicuos, y no dependen más que de la internet para propagarse como una pandemia, en un mundo en el que hay más teléfonos móviles que personas, y en el que puede resultar cada vez más difícil disgregar la ficción de la realidad. Precisamente eso, la capacidad para poder discernir qué es real y qué es falso, puede resultar fundamental para no caer en los mismos errores del pasado, para distinguir entre democracia y tiranía, entre libertad y autoritarismo, entre progreso económico y el espejismo de la autarquía, y para crecer como una sociedad más consciente de su propio destino.
Aurelio Prieto
Coordinador Administrativo Facultad de Humanidades